En verano de 2020 mi familia y yo cambiamos de país. Para mi marido, belga, era una “repatriación” (vuelta a casa), yo me convertí en una “fauxpat” (algo así como una falsa expatriada: vives “en casa” pero no es tu país) y para mis hijos… bueno, para ellos era “something in between”.
Decidí marcar esta nueva etapa con un símbolo: compré 5 plantitas de margaritas. Apenas 6 hojas en cada mata de no más de 10 cm de alto. Mi lado optimista se dijo: “Seguro que en un par de años salen flores”.
Las instalé lo mejor que pude, las planté en la zona más soleada del jardincito que tenemos (aunque en invierno no vieron sol directo ni un día) y regularmente iba a ver cómo evolucionaban. Ayer, diez meses después, se abrieron las dos primeras flores. Y hay muchas más en camino. ¡Qué satisfacción!
De alguna manera, esas margaritas representan lo que nuestros hijos han vivido estos últimos meses. Cambiaron de sistema de educación, de idioma, de cultura, en el confuso mudo pandémico, dejaron sus vidas anteriores sin casi poder decir adiós. Los plantamos aquí, en un entorno reconocible pero diferente. Diez meses después los veo fuertes, sólidos, enraizados, alegres, integrados en su entorno social, resilientes, transitando su camino de adolescencia.
Amor incondicional no es lo único que siento: orgullo, admiración, reconocimiento y agradecimiento por las margaritas de mi vida.
Apoyando a las familias en expatriación contribuimos a que en sus jardines también crezcan margaritas.